jueves, 22 de mayo de 2014

Paganini, el violista endiablado

Niccolo Paganini nació el 27 de octubre de 1782 en Génova. Desde muy pequeño comenzó a estudiar Mandolina con su padre Antonio Paganini. Cuando tenía 5 años, su madre Teresa Bocciardo, tuvo un sueño en el que el demonio le dijo que su hijo Niccolo sería un gran violinista. Desde ese momento, su padre le obligó a estudiar violín diez horas diarias.
Tanta dedicación dio sus frutos y con tan sólo 6 años ofreció su primer concierto y con 9 hizo su primera gira. Con 16 años ya era mundialmente famoso por su genialidad a la hora de tocar el violín. Poseía una flexibilidad especial que le permitía realizar movimientos imposibles para cualquier otro, como cruzar los codos uno por encima de otro o flexionar lateralmente las articulaciones de sus dedos consiguiendo llegar a notas inalcanzables para los mortales. Pero su genialidad tenía un secreto: Paganini sufría el síndrome de Marfan, una enfermedad del tejido conectivo que afecta a distintas estructuras incluyendo el esqueleto, pulmones, ojos, corazón y vasos sanguíneos.  Las personas que sufren esta enfermedad son extremadamente delgadas y con dedos de araña. Seguramente esta apariencia física permitiera a Paganini realizar verdaderos ejercicios de virtuosismo. Se dice que su mano abierta tenía una longitud de 45 cm.
Molde de la mano de Paganini
Una de sus habilidades más aplaudidas era retirar tres de las cuatro cuerdas del violín y con esa única cuerda hacía sonar el violín como si fueran varios. También era capaz de hacer increíbles Pizzicatos con la mano izquierda, la mano de los trastes. 
Amasó una gran fortuna que dilapidó en fiestas, juegos de azar y mujeres. A pesar de su físico descuidado y su extrema delgadez, tenía un extraño y poderoso atractivo para las mujeres de la época, llegando a tener un romance con las dos hermanas de Napoleón Bonaparte, entre otras muchas.
Existe una historia sin confirmar que cuenta que Paganini debido a sus deudas, tuvo que empeñar su violín al que llamaba Cannone. Lo recuperó cuando el dueño de la casa de empeños le escuchó tocar y decidió devolvérselo movido, quizá por su influjo diabólico.
Su figura oscura y siniestra, siempre vestido de negro con una tez pálida, de nariz afilada, ojos profundos, sus desmesuradas manos y su virtuosismo desconocido hasta entonces, hicieron que se forjaran la leyenda de que Paganini hacía hecho un pacto con el diablo. Su propio apellido significa "pequeño pagano" y se pensaba que su madre era una bruja auténtica. Todo ello hizo que, cuando murió por con cáncer de laringe en 1840, se negaran a enterrarle en suelo sagrado bajo el signo de la cruz.
La obra más conocida de Paganini es su Capricho nº 24. Aquí podéis ver un video de Alexander Markov. 



De esta misma obra, existen variaciones para piano. Por ejemplo, tenemos una variación de Rachmaninof. Aquí os dejo un vídeo con la variación que realizó el compositor polaco Witold Lutoslawsky interpretado por Marta Argerich y Nelson Freire.




Tartini, el trino del Diablo
Giuseppe Tartini (1692-1770) se convirtió en el virtuoso del violín del barroco italiano, casi un siglo antes que Paganini. Compuso más de 125 conciertos para violín y sus innovaciones en la escritura para este instrumento revolucionaron el panorama musical. 
Desde pequeño, su familia le encamino a la vida eclesiástica, pero en 1713 colgó los hábitos para casarse con una joven de familia modesta.



Ese mismo año, Tartini soñó con el Diablo.  Así se lo confesó en una carta a su amigo Joseph-Jerome de Lanlande (astrónomo francés):
“Una noche, en 1713, soné que había hecho un pacto con el diablo y estaba a mis órdenes. Todo me salía maravillosamente bien, todos mis deseos eran anticipados y satisfechos con creces por mi nuevo sirviente. Ocurrió que, en un momento dado, le di mi violín y lo desafié a que tocara para mi alguna pieza romántica. Mi asombro fue enorme cuando lo escuché tocar, con gran bravura e inteligencia, una sonata tan singular y romántica como nunca antes había oído. Tal fue mi maravilla, éxtasis y deleite que quedé pasmado y una violenta emoción me despertó. Inmediatamente tomé mi violín deseando recordar al menos una parte de lo que recién había escuchado, pero fue en vano. La sonata que compuse entonces es, por lejos, la mejor que he escrito y aún la llamo “La sonata del diablo”, pero resultó tan inferior a lo que había oído en el sueño que me hubiera gustado romper mi violín en pedazos y abandonar la música para siempre”.